Pequeños gestos de misericordia
El invierno del año 1985 fue muy frío aquí en Madrid. Cada mañana, mi abuelo Pepe salía a comprar el periódico con su traje, su abrigo, sus guantes y bastón. Aquella mañana de enero caía aguanieve y cambió su elegante abrigo azul, por su nueva gabardina que había comprado apenas unos días antes. Llegó al quiosco de prensa y conversó brevemente con el vendedor sobre el frío que hacía. Con celeridad regresaba a casa con el diario debajo del brazo cuando se le acercó otro anciano que le dijo:
“Amigo, ¿me regala un cigarrillo?” “Lo siento, no fumo desde hace años”, respondió mi abuelo. “Y usted tampoco debería... a nuestras edades hay que cuidarse.” “No es tanto por fumar, como para calentarme las manos y sentir un poco de calor por dentro”, dijo el anciano. “¡Hace tanto frío!” Mi abuelo se fijó que el pobre hombre no llevaba abrigo, ni guantes. Se arrebujaba en una americana raída con el cuello subido y las solapas cruzadas. “¿No tiene usted un abrigo?”, preguntó mi abuelo. “No. La pensión no da para más...” No pudo terminar la frase. Mi abuelo se quitó la gabardina y se la puso al anciano. “No se preocupe tengo otra en casa. ¡Cuídese amigo!”, se despidió. Supongo la bronca que recibió al llegar a la casa, que mi abuela llamó a mi madre y le dijo: “Hija nos vamos a comprar una gabardina para tu padre. Otra vez ha hecho de las suyas...” La misericordia no es sentir pena o lástima. Es fijarse en el sufrimiento de los demás y hacerlo tuyo, para así actuar en consecuencia. Es actuar como lo haría Cristo, que hizo de nuestros sufrimientos los suyos. Él no dio lo que le sobraba, sino que lo dio todo cuando ofreció su vida por todos nosotros. para editar. |